Macarena,
momentáneamente paralizada, no era capaz de reaccionar por la insistencia con
que el timbre de la puerta sonaba. Le venía a la mente algo que le dijo Andrea
en la conversación que tuvieron por teléfono, “no confíes en nadie con quien te puedas cruzar”.
¡Ella
también corría peligro, lo sabía!
De
repente, reaccionó y decidió no abrir la puerta. Hacerlo era demasiado
arriesgado, dadas las circunstancias. Aún tenía cierto margen de tiempo hasta
la salida del avión que tenía que tomar en el aeropuerto para volar a Venecia,
pero, ¿y si no dejaban de insistir en la puerta?
Su
cuerpo no dejaba de temblar, y su mandíbula tensa comenzaba a provocarle dolor.
Conocía esos síntomas, aunque hacía tiempo que no sufría un ataque de ansiedad,
pero esta situación era totalmente nueva para ella. De pronto, dejó de sonar el
timbre, pero escuchó cómo alguien estaba intentando forzar la cerradura de su
puerta.
Venciendo
su creciente miedo, o quizá impulsada por el mismo, actuó con rapidez cerrando
la maleta a medio hacer, cogió el bolso y se dirigió rápidamente a una ventana
exterior del piso. En ese mismo momento,
agradeció el haberse quedado con éste en el que vivía, que era un primero sin
entreplanta, y no con aquel otro decorado todo con azulejos de colores, mucho
más alto. También recordó las clases de ballet que su madre en su juventud le
había impuesto, y que le habían ayudado tanto a adquirir agilidad, coordinación
y destreza.
Se
colocó en el alféizar, miró hacia abajo y se dijo, “¡miedo fuera!”. Dejó
caer la maleta sobre el contenedor de basura orgánica, que afortunadamente
estaba destapado, con lo que las bolsas amortiguaron el impacto, y con gran maestría se agarró al canalón que
recorría el edificio, situado justo en el lateral izquierdo de su ventana, se
deslizó por él como 2 metros con una pericia asombrosa y de un salto hizo
tierra con una caída tan limpia como la de un atleta olímpico. Por un instante,
olvidó el miedo y se sintió orgullosa de su determinación.
La
calle no estaba demasiado transitada, teniendo en cuenta la hora que era, casi
las 5 de la tarde, y esto no le favorecía. Eran calles estrechas las de esa
zona, de sentido único para los vehículos que las recorrían. Enseguida entró en
una cafetería cercana, no era clienta asidua, pero la conocía lo suficiente
como para saber que desde la planta alta podía vigilar el portal sin ser vista.
El
camarero, que la conocía, la notó con cierto nerviosismo al entrar en el local,
y le extrañó que portara una maleta, y que subiera corriendo la escalera hacia
el piso superior.
Juan,
que así se llamaba, quiso ser prudente y decidió esperar un poco antes de subir
a atenderla. Cuando lo hizo, ella estaba sentada con la vista puesta en la
calle, con la mirada fija en su portal.
-
“Macarena, te noto un poco aturdida, ¿te
encuentras bien?”.
- “Todo bien, Juan,
no te preocupes, es que he de hacer un viaje inesperado y me ha perturbado un
poco. Te agradecería mucho que me pusieses un té helado.”
- “Claro, ahora mismo
te lo subo”.
Pocos
segundos después, alguien salió del portal. Se trataba de una chica de
pelo cobrizo, llevaba trenzas y una gorra que no conseguía ocultar su peculiar
tono capilar. Sabía que esa era la persona que había entrado en su piso, porque
en su mano derecha llevaba un portarretratos en el que había una fotografía
suya con Palmira. Se alejaba caminando deprisa en dirección opuesta.
Se preguntó, “¿y ahora qué hago? ¡Dios mío, Palmira está en peligro, al igual que
yo!” Cogió el teléfono.
-
“ Por favor,
un taxi a la calle Matahacas, Cafetería Triana.”
Tuvo la suerte de que uno estaba por
la zona, y desde la centralita le dijeron que llegaba en nada. Cogió la maleta,
bajó las escaleras a carrera, se disculpó ante Juan, que ya tenía preparado el
té, y se subió al taxi.
-
“Por favor,
al aeropuerto, lo más rápido que pueda”.
By Tacones Cercanos
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